lunes, 16 de noviembre de 2015
Siempre fui jacalera y chirotona decía mi madre. Todas las tardes como a eso de las once me iba a bañar al río, me gustaba sentir el masaje de la corriente en mi espalda mientras las piedras lo hacían en mis pies desnudos. Me gustaba el roce de esas manos toscas entre mis piernas desnudas y escuchar las melodías ochenteras que armonizaban al otro lado del puente colgante. Así podía olvidar, por momentos, el aroma a gasolina que despedía mi padrastro a cada paso que daba y que mi condición de adolescente de quince años repudiaba. Quien diría que unas pequeñas manos causaran tantos suspiros. Ella tocaba con delicadeza la comisura de mi entrepierna y la redondez de mis senos. Mis labios emitían sonidos nunca formulados. Ella, atribulada de gracia, de sabiduría y de experiencia se sumergía en al agua cada 20 minutos para contemplarme. Entre roces y tocamientos pudimos desatar un chisme tan grande como el incendio de un pueblo.
Después optamos por vernos en la parte más alta del río, nuestro amor brillaba en la lejanía donde no pudieran salpicar de rumores nuestros nombres. Yo fiel a lo que ella ordenara, a las peticiones que dejara en mi ventana cada madrugada y a soportar su ausencia cuando lo determinaba.
Al transcurrir tres meses de sufrir una sospecha inmutable. Busqué en su lugar favorito y me mantuve alerta por cuatro horas. Apareció tan radiante dejando entrever la obesidad que la guardaba. Iba acompañada de Juana Tamales, al principio no quería creer lo que veía. Ambas se despojaron de los zapatos, del pantalón y las camisas y así, se sumergieron en el río ante mi vista borrosa. Sin pensarlo dos veces esperé eternos minutos; de entre mis piernas bajaba la humedad traidora y amarga. En la primera oportunidad tomé una piedra y golpeé a la intrusa roba parejas.
Recuerdo como sueño, la mancha roja que crecía junto al cuerpo de Juana que flotó que se encaminó por la corriente herida rumbo al mar. Alicia sin pensarlo me tomó de las greñas y me quería ahogar en el mismo lugar donde el río se llevó a su amor de turno.
Desde entonces, dejé de ser chirotona y jacalera. Me fui a vivir sola, dejé de frecuentar a las amigas y me hice a la idea de que me tenía que casar con un hombre y tener chilpayates para callarles la boca y cerrar la herida de este río, donde enterré el amor de mi vida.
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